El Canto de la Noche (1992)

Un cuento escrito al estilo cándido y tradicional de J. R. R. Tolkien,

a quien hace muchos años quise rendir mi pequeño homenaje.


I. Elvan

Cuenta una antigua leyenda que hace mucho, mucho tiempo, cuando el Sol brillaba con sus primeros rayos y las estrellas aún no habían sido creadas, el mundo estaba habitado por los dioses que lo construyeron y multitud de seres fantásticos se dejaban ver en las cercanías de la morada de los Hombres. Dioses menores y razas de criaturas casi eternas compartían una Tierra joven, recién modelada; seres que poseían los dones de controlar y proteger la naturaleza y a quienes en ella viven, siempre bajo la mirada de aquel que dio forma y vida a todo lo que existe: Elm, el Dios Poderoso.

Entre los dioses menores que poblaban la tierra eran mayoría aquellos que gozaban al recibir la luz del sol, de forma que, cuando caía la noche, sólo unos pocos seguían atentos al curso de las cosas en lugar de retirarse a descansar. Elvan era uno de estos últimos: un dios menor que amaba el silencio de los campos, y el murmullo de los ríos, y el silbar de la brisa entre las hojas de los árboles cuando el sol ya se ha ocultado; Elvan amaba la noche. Era un dios solitario cuya misión principal había terminado tras la creación de la Tierra, ya que poseía un poder peculiar y mágico: el don de la animación. Podía animar objetos inertes, infundirles el hálito de la Vida y dirigir sus acciones a voluntad, mas no crear vida plena; ello correspondía a Elm el Poderoso, creador de todo lo que respira, siente, crece y piensa.

El poder de Elvan se reducía a dotar de una cierta consciencia a las cosas sin vida. Cuando el mundo fue forjado, en los primeros días, utilizó su don al animar los continentes, las montañas y los valles otorgándolos la capacidad de desplazarse por sí mismos para así moldearlos con facilidad. Solía realizar esta faena junto a Aruk, Dios del Viento, que impulsaba las corrientes hacia las tierras y ayudaba a darles forma. Tras esta época, pocas veces tuvo que emplear Elvan su don de forma realmente importante, descontando quizás aquella primavera en que el deshielo provocó el desbordamiento de un gran río y él dio vida a la tierra para que contuviera sus aguas; o, cómo no, multitud de pequeñas ayudas como la que ofreció a un cervatillo aprisionado bajo un tronco de roble que, reseco, había cedido al fin cayendo sobre el indefenso animalito… Elvan siempre sonreía al recordar cómo el roble, al tomar conciencia de su acción, rodó rápidamente a un lado, muy afligido. Tales eran las alegrías reservadas sólo a los dioses.

Pero de todas las habilidades de Elvan, una en especial era la que más apreciaban todos los que lo rodeaban: el modo en que engendraba vida. Pues él imaginaba una melodía que interpretaba según el objeto que quisiera animar, y en su música latía el toque vital, y todo lo que tocaba se convertía en vida. Y era maravilloso escucharle mientras extendía los brazos, con sus manos acariciando el aire, pulsando cuerdas invisibles, dirigiendo mil instrumentos cuya música surgía simultáneamente de sus manos, de su boca, de su cuerpo, sin que en realidad existiera más instrumento que él mismo y su voluntad; pues él era a la vez artífice e instrumento de su música, y su música era él.

Una sola cosa entristecía a Elvan: la ominosa oscuridad de la noche. En el inicio de los tiempos, Elm el Poderoso creó el Sol y la Luna como dos brillantes joyas que iluminasen el mundo día y noche, cada cual en su dominio, y esto le pareció suficiente. Entonces se retiró a la recién nacida Tierra a ocuparse de los seres que la habitarían. Desgraciadamente, mientras el Sol resultó ser cálido y vigoroso, la Luna se reveló débil y enfermiza, y cada cierto tiempo debía apagarse para reponer energías. Por esta causa, en los períodos de Luna nueva, las criaturas se escondían en sus cuevas y madrigueras, temerosas de la oscuridad azabache que dominaba sus cabezas. Elvan, que al igual que los hombres en sus lejanas ciudades conocía el fuego, pensó un día que tal vez pudiera contribuir a traer algo de luz a la noche; así que, resuelto, descendió del cielo – pues solía habitar entre las nubes – hasta un pantano próximo, y al avistar los primeros fuegos fatuos les dedicó su melodía de vida. Esta vez fue una tonada rápida y rítmica con la que transmitió su deseo de verles elevarse por el aire, y dividirse, y danzar para borrar el temor de los seres del bosque. Y así, las rojas llamas tomaron forma de diminutas sílfides y de hadas que bailaban y serpeaban al son de la música sobre las copas de los árboles, formando un diseño escarlata que alegraba la vista y hacía olvidar el miedo. Elvan quedó admirado de los seres que había creado, hasta tal punto que se enamoró de las delicadas formas de sus ígneas danzarinas y desde entonces todas las noches componía un nuevo tema que daba vida a brillantes estelas rojizas surcando en mil dibujos el negro, vacío firmamento.

Con el tiempo Elvan se convirtió en el dios favorito de los seres de los alrededores, que gracias a él ya no temían a la oscuridad. Cada noche desde su nube repetía la llamada del fuego: la música que ilumina.

II. Silara

Por debajo de las nubes en que habitaba Elvan se extendía un frondoso bosque atravesado por un río limpio y caudaloso bajo cuya superficie moraban las ninfas de las aguas. Es ésta una raza antigua y pura cuya misión consiste en velar por los seres que pueblan ríos, lagos y mares, cuidando de ellos y apaciguando las aguas cuando se vuelven impetuosas. Las ninfas del agua tienen apariencia de jóvenes humanas, aunque se cuenta que son mucho más hermosas, de largos cabellos y talle esbelto, y antiguamente solían ascender a la superficie con frecuencia, sobre todo por el día. Desde que los dioses abandonaran este mundo debido a la proliferación de los hombres, que lo convirtieron en un lugar mucho menos acogedor, las ninfas se volvieron recelosas y desconfiadas; es por eso que ya no emergen nunca de las profundidades, y si lo hacen es de noche y en zonas alejadas de las ciudades.

Mas por aquel entonces nada impedía a estas náyades divertirse con los animales terrestres que acudían retozando a las orillas de los ríos en busca de refresco y cuyos juegos y bromas se prolongaban hasta la caída del sol. Elvan nunca había avistado a una ninfa del agua, aunque alguna vez llegaban hasta él alegres risas que parecían surgir de entre los juncos, abajo, en la ribera del río; risas que solían despertarlo de su sueño diurno y se iban apagando poco a poco con el atardecer. Las ninfas siempre volvían a las aguas con los últimos rayos del sol poniente, momentos antes de que Elvan comenzase su labor nocturna; por ello, fue un suceso singular el que aquella noche de Luna llena una de ellas se rezagase demasiado en la superficie.

Silara, pues así se llamaba, era una ninfa joven y hermosa, de piel pálida y brillante como el nácar que al sumergirse lanzaba destellos de plata, y ojos color turquesa que al nadar se confundían con el azul de las aguas que fluyen serenas. Su cuerpo era música; su rostro, poesía; y sus cabellos, una llama deslumbrante que refulgía con destellos de rubí bajo la débil luz de la Luna… pues Silara tenía el pelo del color del fuego vivo. Y he aquí que, encontrándose ella nadando bajo el fulgor del astro plateado – un capricho que pocas veces se había permitido -fue divisada por Elvan cuando descendía hacia el pantano en busca de sus bailarinas carmesíes.

Al principio, Elvan vio un brillo rojo que confundió con un brote de incendio. Después se acercó al lugar y pudo ver a Silara envuelta en destellos de marfil, su desnudo cuerpo girando y deslizándose con gracia sobre la ondulada superficie, su cabello una serpiente flamígera siguiendo con armonía todos los movimientos de su danza; ese cabello que era mil veces más hermoso que cualquier fuego de San Telmo al que él hubiera podido dar vida. Y entonces Elvan comprendió que había sido un necio al pretender estar enamorado de una simple creación suya sin alma ni voluntad propias y se juró que lucharía por obtener el amor de tan maravillosa criatura; mas, ¿qué podía hacer él? ¿cómo atraer la atención de una ninfa?

Embarcado en estos pensamientos Elvan volvió al pantano y cantó una suave melodía que inició la danza cotidiana de las llamas y con ellas ascendió hasta su nube, donde permaneció ensimismado en sus pensamientos, ajeno a las evoluciones del etéreo conjunto.

No fue Elvan aquella noche el único en sentirse turbado: Silara, que nadaba placenteramente con los ojos cerrados, escuchó por vez primera la melodía de la vida y fijó entonces su mirada en la creación de Elvan. Admirada y a la vez atemorizada, desvió su vista hacia la nube alrededor de la cual se desplegaba el baile de las sílfides de fuego y allí divisó a Elvan; o mejor dicho, la imagen que Silara habría tenido de él de no haber sido un dios: pues los dioses carecen de forma fija y según quien los mire adoptan una u otra apariencia. Así que Silara contempló perpleja la figura de su ser amado, esa imagen onírica que todos forjamos del amor ideal y que nunca deja de ser un sueño imposible… excepto para quienes posean el privilegio de contemplar a un dios. Y de este modo, sin poder evitarlo apenas, nació en el corazón de Silara un secreto deseo.

Sin embargo, las ninfas son criaturas casi divinas y su sabiduría es grande, por lo cual comprendió que se encontraba admirando a un dios menor y nunca sería correspondida si se enamorase; los dioses no se mezclaban con seres como ella. Afligida, diluyó sus lágrimas en el agua del río mientras regresaba a las profundidades junto a los de su raza.

Elvan, ajeno a su entorno, cavilaba acerca de la mejor forma de impresionar a Silara. Debía demostrarle su poder, hacer que lo admirase no sólo por lo que él era, sino por los prodigios que podía realizar; pues los dioses, cuando tratan con seres menores, siempre se esfuerzan por dejar patente su superioridad usando su don a la menor ocasión. Y Elvan se sentía orgulloso de ser aquel que otorga Vida; tanto que, por un momento, olvidó sus limitaciones y en su afán de mostrarse poderoso comenzó a perderse en fantasías demasiado atrevidas incluso para él.

– Dar vida – pensaba -, animar algo. ¿Una flor? Demasiado vulgar. Necesito un milagro formidable que la asombre. ¿Una roca gigantesca? Puedo hacerlo, pero eso la asustaría. Algo que ningún otro dios menor pueda conseguir. ¿Dar vida a las orillas y cambiar el curso del río? Eso sería arriesgado y además tal poder también lo posee Arthel, Dios de la Tierra. ¿Qué puedo realizar yo que ningún otro sea capaz de igualar?

Mientras pensaba esto alzó la vista y allí estaban sus damiselas ardientes evolucionando a su alrededor, cada una con su propio estilo fruto de la parte de melodía que cada cual había recibido. Parecían estar cantando: «Nosotras, Elvan, nosotras somos tu mayor creación…», mas esta vez no sintió placer alguno en contemplarlas. En nada podían superar la gracia y brillo de un solo mechón del cabello de su ninfa. Ya no tenían valor para él. Ya no las amaba. Levantó una mano y, con la frialdad del hielo, emitió un acorde, el último, aquel que devolvía a los objetos animados su naturaleza muerta. Las llamitas vacilaron un breve momento en el aire para inmediatamente desvanecerse, como si toda su existencia no hubiera sido sino un sueño del que alguien repentinamente acababa de despertar; la oscuridad regresó al bosque. Elvan las contempló morir con la indiferencia de un dios mientras volvía a sus pensamientos.

– No, esto tampoco la impresionaría. Debo buscar algo que escape a su razón y me enaltezca ante ella. Dar vida… ¿devolver la vida…? ¡Por supuesto! En la Tierra nada hay más irreversible que la muerte; si estas ninfas son las protectoras de los seres del agua, ciertamente habrá alguno al que profesen un cariño especial, y al ser la vida de éstos tan breve, es seguro que en algún momento habrá de llegar a su fin. Y, ¿no se sentiría ella agradecida si lo volviese a tener a su lado? ¿No puedo yo infundir la savia de la vida a su mascota en el momento en que su alma lo abandone? ¡Eso es! – exclamó Elvan. En su loco afán de llegar más y más lejos no se dio cuenta de que el devolver la existencia no era una de sus tareas, pues sólo a Elm le estaba destinado dar y quitar lo que era suyo. Pero Elvan estaba cegado por el deseo y no escuchó la voz que en su interior le advertía de su insensatez; más aún porque, sin saberlo él, estaba luchando por un corazón que ya lo correspondía en su amor.

La noche pasó despacio y sin más lucero que la Luna para iluminarla. Al cabo amaneció, y pronto asomaron las primeras ninfas a la orilla del río. Elvan, invisible, vigilaba desde las alturas. Cuando el sol ya llegaba a su cenit emergió Silara y Elvan comprobó que venía rodeada por una nube de pequeños pececillos dorados a los que llamaba por su nombre y de los que nunca se separaba salvo cuando salía a tierra para tenderse sobre la hierba a contemplar el cielo. Sus preferidos.

«Bien» – pensó Elvan – «ahora sólo me resta esperar».

Y esperó pacientemente. Cambió su sueño diurno por el nocturno y pasaba los días admirando la belleza de Silara sin que ella lo supiese; por su parte Silara permanecía despierta hasta bien entrada la noche por si volvía a ver el baile de las hadas de fuego y junto a ellas, a su inalcanzable hacedor. Y con ella, todos los seres del bosque echaban en falta aquella danza que durante un tiempo había hecho de la noche un lugar más acogedor.

III. El castigo

Pasaron los días y Silara renunció al sueño de volver a encontrar al habitante de las nubes, mientras Elvan esperaba con paciencia: el tiempo nada significa para los seres eternos. Y ocurrió que, al cabo de varias semanas, una gran pena se apoderó de la ninfa al morir una de sus mascotas preferidas: un pececillo no pudo escapar de la fuerza con que lo arrastró un súbito remolino formado en un recodo del río, y Silara acudió a calmar las aguas demasiado tarde. Ahora, rodeada por su dorada corte, decía adiós a la pequeña criatura que comenzaba a perderse río abajo, inerte, flotando entre nenúfares. Tal es el Rito de la Despedida en el reino de las aguas: el último viaje continúa hasta el mar como símbolo del fluir de la vida que ha llegado a su ocaso.

Elvan se había preparado bien para ese momento. El pez aún no había desaparecido de la vista de las ninfas que allí se congregaban entonces junto a Silara y la distancia que le separaba de ellas le pareció adecuada para mostrarse en toda su grandeza.

El dios se hizo visible y descendió con la apariencia de un rey mientras entonaba una melodía dirigida a los nenúfares; éstos cobraron vida y comenzaron a revolotear como mariposas remontando el agua y formando un halo alrededor de su cabeza a modo de corona viviente. Las ninfas quedaron sin aliento, pues era una visión estremecedora; pero Silara no lo reconoció al pronto, tan grande era el artificio que lo envolvía y daba un aspecto casi aterrador. Todas las miradas estaban centradas en él. Elvan alzó los brazos e inició lo que podría haber sido su melodía más elaborada, su sinfonía resucitadora; mas nunca llegó a completarla.

Cuando las primeras débiles notas comenzaban a llegar a oídos de las ninfas, el sol se oscureció. Negras y densas nubes se formaron ante la vista de todos, acumulándose en torno al inconsciente dios, el cual, con los brazos extendidos, no prestaba atención más que al prodigio que se encontraba seguro de realizar. Entonces comenzó la tormenta.

Un rayo rasgó el espacio de arriba abajo y el cielo, hecho jirones, se precipitó sobre el desdichado intérprete, que interrumpió la tonada a la vez que se derrumbaba sobre la chamuscada hierba, envuelto en un infierno de fuego. Las nubes se abrieron sobre él apagando sus llamas con una arrolladora cascada, mientras el sonido del trueno se dejaba escuchar en medio de aquel inesperado diluvio que se estaba cebando en el atrevido dios. Y el trueno no era sino la airada voz de Elm, el Poderoso, que resonó terrible sembrando el temor en los corazones de los seres que contemplaban la escena:

– ¡Elvan, ser mezquino y orgulloso! ¿Qué pretendías hacer? ¿Robarme lo que es mío? ¿Has olvidado tus limitaciones?

Elvan no respondió; se hallaba impotente y vencido por la humillación.

– Te otorgué el don del que tanto alardeas para que hicieras uso útil de él. ¿Qué utilidad, pues, tiene para ti el devolver la vida a aquel cuyo tiempo ha terminado en este mundo?

Elvan callaba; pero Elm, que conocía sus pensamientos más recónditos, prosiguió con su increpación.

– Eres un insensato si piensas que un corazón puede ser comprado con prodigios; ni siquiera con aquellos que escapan a tu propio poder. Deja, pues, en mis manos lo que por derecho me corresponde y usa tu don de forma correcta. No olvides que el castigo a la desobediencia podría ser tu propia vida…

La voz del trueno se acalló mientras el eco de las últimas palabras retumbaba en los oídos de Elvan. Poco a poco los nubarrones se apartaron y la claridad volvió al bosque.

El Poderoso no tenía, por supuesto, intención de privar a Elvan de su existencia: la vida era su creación más importante y Elm la preservaba por encima de todo. Pero este dios menor – uno de sus preferidos – necesitaba un aviso serio, pues se había atrevido a desafiarlo en su propio feudo. En realidad, Elvan tal vez hubiera podido reanimar al pececillo con un considerable gasto de energías y quedando exhausto, o, incluso, perdiendo todo su poder… pues Elm al crearlo le otorgó más Don de Vida del que imaginaba. Pero tal no era la misión para la que fue creado. Y él lo sabía. Justo era, pues, recordárselo.

La tormenta había cesado. Por todas partes reinaba un penetrante olor a ceniza y humo. Las ninfas se fueron recuperando paulatinamente de la impresión y, al cabo de un tiempo, sólo Silara permanecía de pie, el agua bañándole la cintura, la mirada fija en el lugar donde el cielo se había ensañado con la tierra. Ella, al igual que las demás, no comprendía del todo qué era lo que había sucedido pero en su interior una secreta esperanza brillaba de nuevo: pues un momento antes que el relámpago hendiera las nubes había escuchado una suave melodía, una melodía que hace tiempo prendió su corazón de fuego. Y pensó: tal vez el intérprete de los cielos esté de regreso.

IV. Aruk

Poco sospechaba Silara que el motivo de su alegría yacía a pocos metros de ella. Elvan se encontraba tendido a la orilla del río, reponiéndose del dolor que lo atenazaba; el insistente, lacerante dolor de la humillación. Derribado por el rayo, avergonzado ante la ninfa que amaba. Tan grande era su turbación que adoptó la forma de niebla para huir del lugar sin ser visto, mezclándose con la bruma que comenzaba a formarse en la noche, y bajo esta apariencia alcanzó su nube. Se sorprendió al ver que Aruk, Dios del Viento, le esperaba.

– ¿Aruk? – preguntó molesto, adoptando de nuevo su lastimosa apariencia -. ¿Qué haces aquí?

Aruk no respondió; se transformó en una suave brisa y comenzó a silbar entre las nubes, deshilachando sus perfiles, pellizcando sutilmente los contornos del vapor, y ante los ojos de Elvan la nube en que habitaba tomó la forma de un corazón. Aruk dejó de soplar y se condensó en una forma humana.

– Te conozco bien, Elvan – le dijo -. Desde los cielos observo y te he visto admirando a una mortal durante mucho tiempo. Tu extraña forma de actuar me lo confirma. Es claro como el aire: estás enamorado.
– No tengo nada que ocultar – respondió Elvan de mala gana – ¿Qué quieres de mí?
– Recuerdo cuando tú y yo vimos nuestra primera luz; cuando dimos forma a este continente con nuestros esfuerzos. Recuerdo haber visto a un dios sencillo trayendo la claridad a la noche del bosque sólo por el hecho de ayudar a sus habitantes. Pero no recuerdo a este extraño que se inflama de orgullo ante unos cabellos de fuego. Elvan, ¿qué te sucede? ¿Tanto te ha trastornado…?
– ¡Cállate! – le interrumpió Elvan. Le sorprendió su propia brusquedad – No necesito tus consejos. Soy el Dios de la Vida y puedo arreglármelas solo.
– Vida y Muerte son las dos corrientes del Viento de la Existencia. Nunca olvides que la una no existe sin la otra – dijo Aruk, y licuándose en una cascada transparente desapareció de la vista, soplando hacia poniente. De la lejanía llegaron sus últimas palabras: «Me voy, pues aquí no soy bienvenido, pero si necesitas ayuda, en todas partes estaré».

Elvan se detuvo un instante, meditabundo. Buscó en su interior el recuerdo de la fresca alegría que sintiera aquellas noches en que su música iluminaba el firmamento, y sólo encontró ansias de grandeza, el afán de ser más y más a los ojos de su ninfa. No dio importancia a las palabras de Aruk.

Al momento comenzó a pensar en otro medio para ganarse el afecto de Silara, pero esta vez limitándose a objetos inanimados; no deseaba enfrentarse de nuevo a la cólera de Elm. Así pues, resolvió dedicar todo su poder a elaborar un regalo digno de la más bella mortal; y, pensó, ¿qué mejor que una corona de cristal para adornar con toda majestad sus hermosos cabellos? Una corona de mil gemas que refulgieran con vida propia, multiplicando con su brillo el esplendor de la ninfa… sí, sólo él podía realizar una tarea así.

V. La diadema

Elvan comenzó aquella misma noche. Primero buscó a través del bosque hasta encontrar la tela de araña más perfecta; eligió una finísima cuya textura, tan regular, parecía labrada por un artesano. La tela se encontraba salpicada de pequeñas gotitas de agua dispuestas como las cuentas de un collar, y era tan delicada que Elvan se mantuvo a distancia, pues un soplo de aire provocado por su presencia podía desmoronarla. Entonces entonó la canción de la vida y dio consciencia a la liviana red que, obediente a la música, se desprendió con cuidado, quedando libre por sus extremos y flotando en el aire junto a él. Elvan varió la melodía; ahora era una lenta tonada que cantaba a la noche los encantos de Silara, a cuyo sonido la tela adquirió movilidad y empezó a plegarse, tomando la forma deseada. En cada nota de la canción iba expresado el diseño final de la diadema de cristal que, poco a poco, fue apareciendo ante los ojos del dios.

La diadema alcanzó su aspecto definitivo poco antes del amanecer; solo restaba modelar las gemas que la coronarían. Elvan ya tenía decidido el material al que daría vida, el mismo sobre el cual todos los seres vivos, y sobre todo las ninfas, basaban su existencia: el agua. Con su habilidad dio forma, una por una, a los miles de gotitas que poblaban los hilos de la tela, ayudándose del aire fresco de la mañana para hacerlas cristalizar en finísimas agujas de hielo. Cada nuevo cristal era diferente del anterior, y a la vez más hermoso. Trazó arcos transparentes que entrelazaban minúsculas estalactitas plateadas; colocó aquí y allá pequeñas esferas líquidas que, al congelarse, semejaban prismas que multiplicaban la luz a través de un sinfín de lágrimas de escarcha; y finalmente, otorgó la vida a todos y cada uno de los cristales, que comenzaron a brillar con una luz pálida que surgía de su interior. Ahora la corona misma estaba viva y ya no perdería su forma con el calor del día; por el contrario, con la luz del sol se transformaría en una sinfonía de destellos irisados: la diadema sobre los rojos cabellos, diamante sobre rubí, hielo sobre fuego. Era la obra más hermosa jamás creada por Elvan.

Satisfecho, regresó a su nube y depositó con cuidado la diadema sobre la vaporosa superficie. El sol ya ascendía entre los árboles y Elvan, cansado, decidió dormir hasta el anochecer. Aún le faltaba un elemento que añadir a su regalo, pues en su ansia de grandeza nada le parecía suficiente para Silara; pero esta vez su desvarío llegó más lejos que nunca. Pensó en adornar el frente de la corona con una joya perfecta cuya luz fuera visible desde todas partes: la Luna misma.

VI. El sonido de la locura

La noche había caído y un níveo disco se perfilaba en el firmamento, un brillante astro codiciado por la locura de un dios. Elvan despertó y se preparó para su última tarea.

Con la corona en sus manos encaró el cielo buscando la anhelada gema blanca. Al verla compuso un cantar que era a la vez hálito de vida y reclamo de cazador. Alzó los brazos y dejó que la música brotase de él:

«Oh Luna, cobra vida y surca el cielo,
ven flotando desde tu tapiz sombrío.
Ven y luce tu belleza en mi diadema,
ven y brilla para mi ninfa del río»

La Luna no se movió.

El dios cantó con más ímpetu mientras los cristales de la corona relucían como antorchas, pero no obtuvo más respuesta a su plegaria que el silbido del viento, que cada vez soplaba con más fuerza. En un instante, el fragor del aire aumentó en intensidad hasta tal punto que ahogó su melodía, y Elvan temió que la cólera de Elm se hubiera desatado de nuevo contra él; pero el vendaval provenía del bosque.

El asombro de Elvan no tuvo límites cuando bajó la mirada y vio a Silara a poca distancia viajando a lomos de Aruk, el Dios del Viento, a quien ésta había llamado para que la transportase hasta las nubes en su afán de encontrarse con Elvan. Aruk la depositó en la rama más alta del árbol de más longitud, casi a ras de las nubes, y luego fue hasta el atónito Elvan y le explicó todo. Elvan se sintió entonces lleno de euforia, aunque el hecho de no haber capturado la Luna aún le preocupaba. Descendió a la altura de Silara y, con un saludo, ciñó la corona de cristal sobre su cabeza. Los miles de lucecitas que la componían comenzaron a titilar y centellear, felices de adornar a la ninfa más bella.

– Silara – dijo él, pues Aruk les había comunicado sus nombres -, este regalo es para ti.
– Gracias – contestó ella, con una sonrisa -. Es muy hermosa. Es… tan hermosa como tu música, Elvan. ¿A quién cantabas esta noche?
– ¡Oh! A… a la Luna – Elvan se turbó. No quería quedar mal ante ella -. Quería atrapar la Luna para ti, y ya estaba a punto de hacerlo.
– ¿La Luna? Pero Elvan, eso es algo imposible.
– ¿Imposible? – sus ojos brillaron de orgullo -. Nada es imposible para mí. ¡Nada! Soy un dios. Y para que te convenzas de ello, aguarda aquí; pronto tendrás la blanca gema reluciendo en tus manos.
– Espera – dijo ella, y alargó la mano en un intento de retener a Elvan, pero la fina rama sobre la que se asentaba vibró peligrosamente y la obligó a sujetarse. Vio cómo Elvan se colocaba a cierta distancia y comenzaba a interpretar su canción, pero esta vez era una música orgullosa y maligna la que brotaba de su ser. Silara vio la expresión en los ojos del dios, y tuvo miedo.

Elvan giraba, danzaba, vibraba en un despliegue de poder. La melodía envolvía el cielo; la Luna, indiferente, se burlaba del impotente dios. Y Elvan aumentaba y aumentaba la cadencia, el volumen, el ritmo de la cada vez más desesperada sinfonía, incapaz de fijarse en su propia enajenación. El podía, debía, tenía que conseguir la Luna. El aire a su alrededor cobró vida, y los árboles, y hasta las nubes de su entorno; la rama donde se hallaba Silara oscilaba furiosamente, pero él no lo advertía. Por un fugaz momento, le pareció ver que incluso la Luna se había movido, que ya volaba hacia él; pero sólo era un reflejo causado por sus lágrimas.

Y ocurrió lo inevitable: la fatalidad se alió con la locura.

En medio de un acorde estridente, Silara escuchó un crujir de madera justo antes de que su rama se partiera por el extremo. La ninfa cayó desde la altura. Sólo tuvo tiempo de lanzar un desgarrado «¡Elvan!» antes de sumergirse en la negrura del bosque. Y aunque Elvan escuchó el desesperado grito, de nada le sirvieron su música, ni su gran poder, ni su maravillosa corona de hielo. Llegó demasiado tarde, envuelto en un caos de sonidos y formas. Y cuando alcanzó el suelo contempló a Silara inerte, tendida en la hierba, fría como su propia muerte; no pudo soportarlo. De rodillas sobre el suelo, alzó los ojos y gritó:

– ¡Basta!

Y la música cesó.

Las hojas desprendidas de las ramas que se arremolinaban sobre su cabeza interrumpieron su vuelo y cayeron a tierra. El viento dejó de soplar. Las nubes, sin vida, volvieron a flotar sin rumbo. Tan sólo la corona, de indestructible belleza, emitía una luz mortecina lamentándose por la suerte de la ninfa. El mundo se había vuelto silencioso y oscuro.

Elvan, recobrando demasiado tarde la razón, se inclinó sobre Silara y lloró.

Ahora reconocía sus errores. Se había preocupado de comprar el amor en lugar de merecerlo. Había prestado más atención a las cosas que a las personas; su orgullo lo había convertido en un ser irresponsable y engreído. Ahora se daba cuenta de lo fácil que habría sido todo si tan solo se hubiera mostrado tal como era, tranquilo y humilde, dedicado a la tarea de iluminar la noche, usando su don en trabajos útiles para el mundo… pero ya era tarde.
Sólo quedaba una cosa por hacer.

VII. El canto de la noche

Elvan se puso en pie. Contempló por última vez la belleza de la joven mortal, que aún llevaba ceñida la corona de hielo. «Qué poco tiempo ha disfrutado de ella», pensó. Enjugó sus lágrimas y se dispuso a afrontar su suerte. «Que Elm me perdone», se dijo, «pero esta vez es mi destino y ni él ni nadie me impedirá hacer lo que es justo».

De esta forma Elvan, dios creador de vida, abandonó su forma disolviéndose en una niebla de consciencia mientras brotaban de él dulces y suaves notas que expresaban el conocimiento de toda una existencia condensado en una triste balada. Perdió su ser material mientras se fundía en una nube de música que, flotando, rodeó a Silara, la envolvió y penetró en su interior hasta su misma alma. La melodía contenía toda la vida que Elvan era capaz de transmitir, la misma vida que escapaba de él por momentos: la vida que había decidido devolver a Silara.

Y aunque Elm contemplaba la escena no intervino para impedirlo, pues todos los dioses eran libres de usar su propia existencia y, si era necesario, poner fin a la misma si lo deseaban. Cierto era que Elvan tenía prohibido resucitar a los muertos; mas, pensó Elm, esta vez no era el orgullo sino el amor y el arrepentimiento los que lo impulsaban a tal acción. El mismo Elvan había decidido su castigo. Y el Poderoso, que a pesar de su terrible apariencia era un dios compasivo, decidió conceder un último don a Elvan.

La melodía llegaba a su fin. La blanquecina bruma que rodeaba a Silara perdía color por momentos. Tan sólo las gemas de cristal que coronaban a la ninfa seguían luciendo, pues su latir era el último recuerdo de la esencia del desvanecido dios. Por fin, con el eco del último acorde, desapareció la niebla. Y en ese momento Silara abrió los ojos y lo primero que vio en su despertar fue un millar de pequeñas luciérnagas blancas que ascendían al firmamento en diferentes direcciones, y que parecían brotar de su cabello; pues no eran otra cosa que los cristales de hielo de la corona, que Elm el Poderoso estaba esparciendo por todos los rincones del universo para que alegraran el oscuro cielo y arrebatasen con su brillo el temor a la oscuridad. Era el homenaje al dios que iluminó la noche, el recuerdo perenne de Elvan. Silara, incorporándose, miró hacia arriba y supo que aquél que la había vuelto a la vida estaría ya siempre con ella, acompañándola con su brillo en las noches sin Luna.

Y así fue como, en una fría noche de otoño, fueron creadas las estrellas.

Mucho tiempo ha pasado desde entonces. Los dioses ya no viven en la tierra; las ninfas y demás seres fantásticos no se dejan ver por los humanos, y tal vez el mismo Elm haya partido en busca de un espacio donde crear nuevos mundos. Sólo las estrellas siguen en su sitio, haciendo compañía a la Luna.
Si las miráis fijamente, quizá notéis cómo su brillo no es constante, sino que oscila por momentos como si tuvieran vida: en cierto modo la tienen, pues el espíritu de Elvan late aún en ellas. Y por eso, si alguna vez veis una estrella fugaz, pedid un deseo; sabed que en ese momento Elvan está cantando y es su canción la que dio vida a la estrella y la puso en movimiento. Aprovechad, pues, que él está alegre, no dejéis escapar la ocasión.

No olvidéis que sólo los dioses pueden conceder deseos.

 

Móstoles, abril de 1992